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domingo, 8 de febrero de 2009

Sir William Osler

Nació en la población de Bond Head, provincia de Ontario, Canadá, en 1849, en el seno de una de las más prominentes familias canadienses del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios en el Trinity College de Toronto, para luego ingresar a la Escuela de Medicina de Mc Gill en Montreal, en donde obtuvo su título de médico. Allí se encuentra como recuerdo suyo la Librería Osleriana, que contiene gran parte de su biblioteca (8.000 volúmenes) que conservan con esmero y orgullo. En la misma ciudad trabajó por algunos años en el Hospital General, para luego trasladarse en 1884 a la Universidad de Pensilvania, la más antigua de los Estados Unidos, donde se desempeñaba como docente, cuando fue llamado a Hopkins para que se hiciera cargo de la Cátedra de Medicina y la Jefatura del Servicio, en donde impuso la modalidad de “la enseñanza al lado de la cama del paciente”, haciéndose acreedor del cariño y admiración de cuantos con él estudiaron y aprendieron.

Osler defendía la práctica de la autopsia, pues consideraba que el examen post-mortem es de la mayor importancia para reconocer los aciertos o las equivocaciones en el diagnóstico. Se dice que personalmente practicó cerca de mil autopsias. No se conocían por la época los estudios aleatorizados prospectivos, ni los controlados, ni los de análisis de casos, ni los metaanálisis, y así sus enseñanzas se basaban en la cuidadosa observación clínica y la gran experiencia y conocimiento de las enfermedades. Como filósofo, que también lo era, decía: “No deseo más epitafio que la mera inscripción en mi tumba, que enseñé a mis alumnos medicina en las salas del hospital”.Definitivamente Osler había estudiado medicina influenciado por la Escuela de Edimburgo y Glasgow.

En efecto, la Facultad de Medicina de Mc Gill, su alma mater, fue fundada en 1821 primordialmente por escocéses marcados con el sello indeleble de los grandes médicos fisiólogos, anatomistas y cirujanos, John y William Hunter. Pero también Osler conocía ampliamente la medicina inglesa que se practicaba y enseñaba en los hospitales Guy, St. Bartholomew, St. Thomas y el Hospital General de Londres, que había visitado en 1874. Con los principios de la medicina de Edimburgo y Londres siempre se desempeñó en forma admirable tanto en el ejercicio profesional como en la enseñanza. Tampoco desconocía las virtudes de la medicina alemana y la francesa, pues estaba familiarizado con las obras de los alemanes Skoda y Rokitansky y con las del famoso francés René Laënnec, el mago de la auscultación e inventor del estetoscopio (1819), que inicialmente no era otra cosa que un cilindro de papel que conducía los ruidos del corazón desde la pared torácica del paciente a su oído.

Ante la Academia de Medicina de Nueva York alguna vez decía: “En el método de enseñanza que puede llamarse natural, el estudiante comienza con el enfermo, continúa con el enfermo y termina sus estudios con el enfermo, utilizando conferencias como herramientas y como medios que conducen a su fin. Enséñeles el modo de observar, suminístreles suficientes hechos qué observar, y así las lecciones saldrán de los hechos mismos”. También afirmaba “La buena práctica clínica siempre es una mezcla del arte de la incertidumbre con la ciencia de la probabilidad”. Es muy seguro que si Osler estuviese vivo hoy, principios del siglo XXI, estaría de acuerdo con D.L. Sackett, uno de los pontífices de la medicina basada en la evidencia, quien en 1996 anotaba que esta nueva estrategia es la integración del saber y la experiencia médica, con lo mejor de la evidencia disponible en la literatura científica, y que tal evidencia jamás reemplazará a la habilidad y la experiencia clínicas.

Su contribución a la literatura médica fue verdaderamente extraordinaria. El libro “Principios y práctica de la medicina”, cuya primera edición aparecida en 1892 alcanzó una acogida impresionante. Veintiseis mil ejemplares llegaron a manos de médicos en muchos lugares del mundo. Este texto verdaderamente magistral se concentra básicamente en la clínica y apenas menciona algunos aspectos del empleo de algunos medicamentos, que por la época no eran suficientemente conocidos. Tampoco en éste incursiona en los auxiliares de diagnóstico que muy poco se empleaban y que más tarde se fueron desarrollando. En mil páginas cuidadosamente redactadas y documentadas, cubre los tópicos más relevantes de la época como las enfermedades infecciosas y reumáticas, afecciones digestivas, respiratorias, patología de los conductos glandulares, enfermedades del riñón, sistema nervioso y músculos. Intoxicaciones, obesidad y otros. Fue de los primeros en señalar que el manejo de la apendicitis debe ser eminentemente quirúrgico.

Otra de las obras más impactantes de su autoría es a no dudarlo “Aequanimitas”, cuya primera edición fue lanzada en 1904. Es una hermosa recopilación de conferencias dictadas y discursos pronunciados en diferentes e importantes escenarios como el Club Histórico de Johns Hopkins, Universidad de Pensilvania, Escuela Militar de Washington, Escuela de Medicina de Mc

Gill, Asociación Médica Británica de Montreal, Asociación Médica de New Haven, Biblioteca Médica de Boston y otros. Los temas son variados y las descripciones y comentarios apasionantes. “El médico y la enfermera”. “El maestro y el estudiante”. “El cirujano militar”. “La medicina en la magna Inglaterra”. “Los libros y los hombres”. “La medicina del siglo XIX” y muchos otros. Este magnífico y clásico libro debe ocupar un lugar destacado en la biblioteca de todo médico, cualquiera sea su especialidad o tipo de trabajo.

Sir William Osler, luego de largos años de permanencia en Hopkins, en donde alcanzó la categoría de Profesor Honorario, se trasladó en 1905 a la Universidad de Oxford para ocupar con brillantez durante 14 años el cargo de Profesor Real de Medicina y estando allí vivió la tragedia de la muerte de su hijo durante la I Guerra Mundial en los campos de batalla de Yprès, Bélgica, que supo sobrellevar con dignidad y resignación. Su vida se extinguió víctima de neumonía, el 29 de diciembre de 1919, una década antes de que el primer antibiótico fuera descubierto por Fleming en su Laboratorio del Hospital St. Mary’s de Londres.

La grandeza de un personaje se traduce de varias maneras: en actos, pensamientos y palabras. En todas ellas Osler dejó un recuerdo imborrable.
Debido a su esfuerzo, el legado del altruista Johns Hopkins se convirtió, en buena parte gracias a él, en un vivero de clínicos, investigadores e innovadores, al pasar de un simple hospital a un centro de estudio y cultura de la más alta calidad. Así la medicina de los Estados Unidos llegó a su mayoría de edad (La pintura muestra a Welch, Halsted, Osler y Kelly).

El sucesor de Osler en Hopkins fue cuidadosamente seleccionado. Luego de un detenido análisis de los candidatos, el nombramiento recayó en Lewellys F. Barker, quien había ingresado al Hospital años atrás como profesor de anatomía, y se destacaba como un profundo conocedor de las ciencias básicas. Es de advertir que el candidato de Osler era William S. Thayer, formado por él y que se desempeñaba como Profesor Asociado de Medicina. Pero el Consejo Directivo, con el argumento de que era necesaria la presencia de un profesor que hiciera énfasis en las ciencias básicas en la enseñanza de la medicina, ratificó sus preferencias por Barker. Harvey Cushing, varios años después de su fallecimiento, escribió una magnífica biografía del gran profesor de medicina, tal vez la mejor documentada de las varias escritas y publicadas.